Jaime, un legado de amor y superación
Mi nombre es Raquel y aunque hoy narro mi historia en primera persona el auténtico protagonista de ella es mi hijo Jaime. Un niño muy deseado y querido por sus padres y su hermanito mayor, un bebé precioso que nació hace 16 años con un corazón especial. A los tres días de nacer, los médicos le diagnosticaron una cardiopatía congénita. Una cardiopatía que no le permitió vivir la vida que me hubiese gustado para él. Fueron 21 días en una UCIP, luchando a su lado, hasta que un día su pequeño corazón dejó de latir.
He aprendido a vivir con la pérdida, a integrarla en mi vida y mi corazón, pero su fallecimiento supuso un dolor infinito para mí: se me rompió el alma literalmente. Me sentí vacía, estafada por la vida, que me había arrebatado de esa manera tan brutal a mi bebé.
Al principio, tenía en mi interior una mezcla de emociones y sentimientos: incredulidad, tristeza, rabia, culpa, dolor, miedo (miedo a sufrir más, a que volviera a pasar, miedo a tener ilusiones que pudieran frustrarse). Pero también, al mismo tiempo, pensaba en el amor que le habíamos dado a nuestro hijo durante el tiempo que lo tuvimos; en lo orgullosos que estábamos de él, que había luchado tanto en tan poco tiempo; en que esa vida tan bonita que no podía quedarse solo ahí… Y comenzamos a pensar en crear el legado de la vida de Jaime.
Transformar el dolor
Yo siempre he dicho que mi hijo “me hizo mayor” y me dio la mejor lección de vida. Me propuse hacer de esta experiencia mi propósito vital. Quería transformar el dolor en algo positivo y dar sentido a su vida. Me propuse vivir la vida por él, ser la madre que él hubiera querido tener, y construir el cambio que él había provocado. Me di cuenta de que no importa tanto la duración de una vida, sino su impacto, su “para qué”.
La pérdida de Jaime me hizo ser mucho más consciente de lo importante que para mí es ser madre, de la solidez de mi familia, de la calidad de mis amigos, los que entendían mi duelo y los que no; me enseñó a ser más paciente y compasiva.
No estoy segura de cómo afrontaba la sociedad hace 15 años este tipo de duelo, porque en ese momento no tuvimos contacto con ninguna asociación, ni compartimos el duelo con otros padres. Ahora pienso que hubiese sido algo positivo, que nos hubiera ayudado a comprender mejor algunas emociones y situaciones que vivimos, sobre todo al principio.
El duelo de todos
Lo que tengo claro es que cuando perdimos a nuestro hijo Jaime todo nuestro entorno familiar cercano (padres, hermanos, cuñados…) nos arroparon muchísimo y siempre hemos tenido el espacio necesario para hablar de él. Le han dado siempre el lugar que le corresponde en nuestra historia familiar.
Creo que fuimos muy afortunados porque recibimos el amor que necesitábamos, y también tenían la valentía de retarnos, de no dejarnos solos ante el dolor y que éste nos consumiese. Todos hicieron este duelo suyo, porque realmente lo era: habían perdido un hermano, un nieto, un sobrino, un primo… al que algunos no habían visto, al que no habían podido apenas conocer porque Jaime vivió toda su corta vida en un hospital y, la mayor parte, en una UCIP a la que solo podíamos entrar nosotros.
Fuera de ese entorno cercano, sí tenía la sensación de que era un tema sobre el que era mejor no hablar, era un tema tabú hasta cierto punto, invisible a los ojos de los demás. Todo el mundo quiere que estés bien cuanto antes, y creen que la mejor forma de ayudarte es ignorando lo que ha ocurrido. En parte, no estamos preparados para aceptar que una vida que acaba de empezar termine tan pronto.
Por ejemplo, de los amigos recibimos apoyo en el momento de la pérdida, pero con el tiempo, algunos (con hijos de la misma edad que Jaime) trataban de evitarnos, pensando que podríamos sentirnos más tristes por ver a sus bebés o que estaríamos mal y no tendríamos ganas de nada.
La realidad es que yo estaba profundamente triste por la pérdida de Jaime, pero también profundamente convencida de que quería (y podía) ser feliz y disfrutar de la vida. Por eso, me dolían aquellos que “nos condenaban a estar tristes de por vida”. Los amigos importantes, los de verdad, siguen ahí.
Cuando sufres una pérdida tan dura, las cosas se ponen blanco sobre negro y descubres la realidad del entorno en el que estás. Es un proceso de gran aprendizaje y de recolocación de valores.
En el trabajo, por ejemplo, había personas que no se atrevían a hablar conmigo. Seguro que su intención era buena, pero decidieron hacer como si no hubiera pasado porque justamente querían que no hubiera pasado, y no podían imaginar mi dolor y mi necesidad de reivindicar ante otros la existencia de Jaime. El dolor era tan infinito que estaba anestesiada para cualquier otra cosa.
De todo esto aprendí también a ponerme en los zapatos del otro, a entender otros puntos de vista y no juzgar.
Siempre presente
Con los años, la familia siguió creciendo. Cuando Jaime nació, tenía un hermano 2 años mayor, mi hijo Eduardo. Después nacieron mis hijas: Esperanza, que ahora tiene 14 años, y Victoria, que tiene 11. Ellas (y sus nombres) son la muestra más evidente del legado de Jaime.
Sus hermanos conocen su historia, sus fotos están junto a las de los demás bebés de la casa y, sobre todo, cuando eran más pequeños, incluían a Jaime en las votaciones familiares; o cuando jugaban a muñecos, el más bonito siempre se llamaba Jaime. Hemos hablado mucho del cielo, de cómo su hermano nos cuida y nos protege.
A Jaime lo recordamos de una manera natural, sin forzar, sin dolor, con ternura y paz. Jaime nos enseñó a valorar la vida de verdad, a disfrutar cada día y a recordar que el amor no se acaba con la muerte. Que el amor es mucho más fuerte que el dolor. Su existencia y su recuerdo han hecho que eduquemos a sus hermanos con otros valores, que tengan otra sensibilidad con los problemas de los demás.
Recuperar la ilusión
Mi familia y yo recorrimos el camino del duelo pasando por diferentes etapas: aceptando la pérdida; reconociendo las emociones que nos ayudaban y las que no; adaptándonos y encajando la pérdida en nuestra vida; y finalmente recuperando la ilusión.
No siempre este camino fue lineal. Entramos en bucle muchas veces y otras parecía que estábamos en un hoyo del que era muy difícil escapar.
El tiempo y el amor de nuestra familia fueron la clave para ir recolocando todas las piezas rotas de nuestro dolor e ir construyendo, poco a poco, el legado de nuestro hijo. Jaime está siempre presente.
A mí me encantan estas palabras de Jorge Bucay, que lo define de una manera sublime: “El proceso del duelo permite buscar para tu ser querido el lugar que merece entre los tesoros de tu corazón (…). Es recordarle con ternura y sentir que el tiempo que compartiste con él o ella fue un gran regalo (…). Es entender, con el corazón en la mano, que el amor no se acaba con la muerte”.
Explicar el dolor
Creo que, cuando algo te ocurre, puedes elegir dos patrones de respuesta: víctima o responsable. Yo siempre he elegido la segunda opción porque es en la que me doy la oportunidad de poder hacer algo. Así que no me planteo si la sociedad entiende mi dolor o no, me planteo explicárselo para que aprendan a conectar con estas pérdidas tan tempranas y puedan ser capaces de acompañar mejor a familiares o amigos, que en algún momento puedan pasar por una situación similar.
Al principio, no contaba lo que me había pasado, para que la gente no se pusiera triste. Hasta que llegó un momento en el que decidí que lo iba a contar si me salía natural, y que ya no me iba a contener.
Otra cosa que ocurre, o que al menos a mí me ocurría, es que me daba cuenta de que la gente estaba apenada por mí. Yo lloraba por mi hijo, pero los demás ponían el foco en mí, en mi marido, en mi hijo mayor. Yo no quería compasión para mí, sino para mi bebé.
Creo que también es labor nuestra (como padres y madres) normalizar las conversaciones relacionadas con este tipo de duelo. Si puedo reconocer ante otros que estoy triste porque acabo de perder a mi padre, debo también verbalizar que estoy triste por la pérdida de mi bebé. Y que simplemente necesitamos ese abrazo y ese acompañamiento para coger fuerzas y seguir avanzando.
Cuando me preguntan: “¿Cuántos hijos tienes?”, yo siempre cuento que he tenido 4 hijos y que Jaime ya no está con nosotros.
No me centro en el dolor, en la pérdida, pero no oculto a ese hijo ni las circunstancias de su vida. Creo que las familias somos las primeras en trabajar por esta normalización y sensibilización ante el dolor.
Las explicaciones del personal sanitario también nos ayudaron mucho. Saber que habíamos hecho todo lo posible era importante y tranquilizador para nosotros. Pero lo que realmente ayuda es sentir el cariño y la cercanía de la gente que te importa.
Cuidarse para cuidar
Ahora soy mucho más consciente de lo importante que es para mí la maternidad y pasar tiempo con los míos. La vida te cambia en un segundo, así que trato de aprovechar los buenos momentos y enfocarme en lo positivo.
Frente a las dificultades de la vida, antes me centraba en el “por qué” y hurgaba mucho en el pasado. Ahora me centro más en el “para qué” y me enfoco en el aprendizaje que me da esa situación, y en qué voy a cambiar en el presente y en el futuro.
Ahora trato de no juzgar a los demás y tengo más en cuenta que pueden estar pasando por una situación difícil.
Trato de cuidarme más física y emocionalmente. El AMOR empieza por uno mismo. Si tú no te cuidas, no puedes cuidar a los demás. El desarrollo de una sana autoestima es la clave para poder ayudar a otros.
En general, vivo con mucha más pausa y trato de hacer felices a los que me rodean.
Grupo de apoyo al duelo
Compartir mi experiencia con otras familias en el grupo de apoyo al duelo de Menudos Corazones es algo que me reconforta mucho, porque todos hablamos un mismo idioma (y muchas veces, no es necesario hablar, con un abrazo o una mirada es suficiente para entendernos).
El hecho de ver a padres y madres que han afrontado el duelo, transformando el dolor en crecimiento personal, es una puerta a la esperanza para las familias que participan en este grupo de la Fundación y están transitando ahora mismo por su propio duelo.
Como “madre de experiencia” de este grupo, con el apoyo y la supervisión de las psicólogas de la Fundación, ayudo a otros con mi testimonio. Intento transmitirles que no sientan culpa, que nada de lo que hayan hecho originó la cardiopatía de su hijo o hija, y que la muerte forma parte de la vida. Les recuerdo que hemos podido cuidar a nuestros peques, quererlos durante el tiempo que han estado con nosotros, ofrecerles todos los medios sanitarios posibles, acompañarlos, despedirnos… Que lo hemos hecho todo.
Es importante agradecer su existencia y agradecernos a nosotros mismos el tiempo que les hemos dedicado. Él o ella no querrían que estuviéramos tristes: hay que vivir y amar en su homenaje.
Estado de paz
En este tiempo, he aprendido a aceptar y a tomar conciencia de mis emociones. A saber que se puede pedir ayuda profesional si uno se bloquea con pensamientos que no te dejan salir de tu tristeza. A no tener miedo ni pudor a hablar de mi hijo ni a contar cómo me siento. A no juzgar a los demás, simplemente, por no saber cómo manejar la situación.
He llegado a un estado de paz en el que recuerdo a mi hijo con amor, y en el que la vida y la esperanza acaban venciendo a la muerte y al dolor de la pérdida.
Jaime, tu legado siempre nos acompañará.
Raquel, verano de 2022
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