Natalia, portadora de un marcapasos: ‘Pura ciencia ficción que impacta en tu vida para tornarse real’
Periodista por vocación, devota de la Montaña Palentina, madre de Román y Paula y desde el 7 de julio de 2022 portadora de marcapasos, Natalia Calle narra, desde el profundo agradecimiento a investigadores y personal sanitario, el camino que cada año recorren 40.000 españoles para, desde una vida al ralentí, aprender a caminar a un nuevo ritmo con un motor de titanio bajo la piel.
Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos, como quieras llamarlo. Lo importante es poder cerrarlos, y dejar ir momentos de la vida que se van clausurando. – Paulo Coelho
“Ha llegado el momento de recomendar el marcapasos”. El día que mi cardiólogo pronunció estas palabras me rompí. Salí de la consulta 272 del Hospital Río Hortega sin poder articular una simple despedida, ahogada de ansiedad y escondiendo mis lágrimas en la mascarilla para que los pacientes que esperaban en sus sillas a lo largo del pasillo en el que se sucede la ristra de consultas de Cardiología no vieran mis ojos acuosos -la mayoría, por norma, son ancianos y ancianas a los que no es menester desazonar-.
No es que no esperara aquellas palabras. Nací con una cardiopatía congénita, en concreto con un bloqueo AV completo, expresión que en mi vocabulario infantil fue simplemente un “soplo” que me obligaba no más que a visitar la consulta hospitalaria de Cardiología una vez al año para mantener un control, y que, años más tarde, entendería que se trataba de un bloqueo auriculoventricular o interrupción completa de la transición de los impulsos procedentes de las aurículas a los ventrículos, lo que venía a significar una frecuencia cardíaca razonable que, sin embargo, se fue haciendo más lenta, al tiempo que se acrecentaba mi fatiga. Sabía, pues, desde años atrás que mi corazón acabaría por necesitar apoyo para regularizar un latido que se iba ralentizando, pero en mi fuero interno confiaba en que fuera más tarde que pronto. Era 17 de enero de 2022 y hacía apenas un mes que había cumplido los 43.
Soy plenamente consciente de que no es demasiado pronto si, como es el caso, de lo que se trata realmente es de que no sea demasiado tarde, pero no lo voy a negar, en aquel momento me pareció terriblemente prematuro. De cien a cero. Sentí un mazazo, un jarro de agua fría, una brutal y repentina salida de mi zona de confort. Cerrar la puerta de la consulta fue como un salto al vacío sin saber si llevaba sujeción o debajo encontraría un colchón que amortiguara la caída y me permitiera, tras el aturdimiento inicial, volver a levantarme para emprender un nuevo camino, un camino diferente al que hasta entonces habían seguido mis pasos y por el que continuar con mi vida.
A lo largo de años de electrocardiogramas, ecocardiogramas, ergometrías e idas y venidas con el holter -incluso teniendo que desplazarnos en día sucesivos desde mi Montaña Palentina de residencia a más de cien kilómetros de distancia simplemente para entregar el aparato en el hospital de la capital-, a la espera de mi turno en las consultas, siempre imaginaba no verme en aquella tesitura hasta aproximada o alcanzada la edad de alguno de aquellos mayores, casi siempre no menos que septuagenarios, que esperaban conmigo en la bancada de asientos. Cada año, en cada visita, deseaba obtener otra prórroga -así las llamaba yo-, no encontrarme de nuevo con el cartel de la consulta de Arritmias ante mis ojos hasta un año más tarde y en una situación idéntica, es decir, llevando mi vida cotidiana con total normalidad. Porque sí, hasta entonces yo había tenido una vida normal, había practicado deporte, viajado, bailado toda la noche, ascendido montañas y hasta parido.
Sin embargo, con aquellas palabras, se acababan las prórrogas para mi corazón. Mi LPM (latidos por minuto) estaba en 36 y tocaba someterse al implante, asimilar el cambio, aceptar que iba a tener un motor extra que tirara de mi corazón y esperar a que todo encajara en su lugar, a que mi cardiólogo le diera el visto bueno al funcionamiento del nuevo elemento que habitaría en mi cuerpo y a que la fatiga y el desasosiego por esta situación dejaran paso a una nueva fuerza vital que volviera a empujarme hasta los 1.955 metros de mi Peña La Virgen (Peña Cueto en el argot montañero).
Cosas del destino y, más aún, del caprichoso virus del Covid19, siete PCRs después de confirmarse mi intervención, llegó por fin el 7 del siete y, más caprichos -en este caso del reloj-, a las 7:57 horas, mi ingreso e inmediato traslado a quirófano.
Infinitivo simple: implantar
Los nervios acompañan el sinuoso paseo por los pasillos y, aunque intento aferrarme a la conversación con el celador para calmarlos, soy incapaz de concentrarme en sus palabras y sólo puedo sentirme ante un precipicio. Me recibe Herreros, el cardiólogo que ha llevado mi cardiopatía congénita en la última década ya en Valladolid y en el que, pese a nuestra última fría despedida, tengo plena confianza (cuando uno se enfrenta a una situación como ésta, es más que importante sentirse en las mejores manos y, en este momento, yo estoy plenamente convencida de que así es). Ahora sí, la calma comienza a ganarle terreno a la desazón.
Sus cálidas palabras de recibimiento rompen el hielo, pero lógicamente el frío impera en la sala y me cala hasta los huesos mientras él y dos enfermeras cumplen con todo el ritual preparatorio necesario. Mi naturaleza periodística me anima a observarlo todo, a fijarme en cada detalle, a abrir los oídos a cada escueto diálogo, a tomar nota mental de cada uno de mis sentimientos y emociones: la postura en la camilla resulta incómoda pero me autoimpongo pensar que podré sobrellevar el rato que me espera ahí tumbada (faltaría más, cuántas cosas hay peores, me digo); hay una gran pantalla delante, de frente a la silla que ocupará Herreros; me toman la tensión; me colocan el pulsioxímetro; el doctor comprueba sus equipos con minuciosidad y tranquilidad; el proceso empieza a impacientarme y eso vuelve a acelerar mi nerviosismo; colocan una sábana sobre un hierro alargado que evita que caiga sobre mi cara por completo; ya solo veo verde; noto levemente que el médico palpa la zona de mi clavícula donde va a hacer la incisión, pero ya no siento nada; comienza la implantación de mi marcapasos…
Aunque pretendía no dejar escapar ni el mínimo pormenor, he caído inevitablemente en el sueño y en duermevela por momentos, así que apenas se me han pasado en un suspiro las más de cuatro horas que llevo en el quirófano cuando el doctor realiza las últimas comprobaciones y las enfermeras retiran el maremágnum de dispositivos que me han colocado antes de tapar la herida y prepararme de nuevo en la camilla para regresar a la habitación asignada. Fuera me espera la mirada impaciente y a la vez aliviada de mi marido. Lloro. Las lágrimas brotan a raudales porque han terminado unos meses de enorme angustia para mí y sé que también para quienes me quieren. Lloro también porque no sé lo que está por venir.
Futuro simple: lo que vendrá
Y lo que viene son las molestias propias de un postoperatorio; un cabestrillo para las primeras horas; una noche mala en el hospital; un mañana de electros y comprobaciones sobre el dispositivo en el que quedan registrados todos los detalles y biomarcadores para el permanente control de mi marcapasos; un informe de alta que el meticuloso y perfeccionista doctor Herreros, al que no tengo palabras para trasladar mi profundo agradecimiento, viene a entregarme en mano envuelto en su inquebrantable tono sereno; una ansiada vuelta a casa con nuevo documento que llevar junto al DNI, la ‘Tarjeta Europea de Portador de Marcapasos’, y con nueva lectura de cabecera, la ‘Guía del paciente portador de marcapasos’ -en la que se advierte sobre la conveniencia de no practicar deportes en los que se puedan recibir golpes en la zona del implante, no exponerse en exceso al sol, mantener alejados del dispositivo aparatos como el microondas o el teléfono móvil, no utilizar maquinaria de altas vibraciones del tipo motosierra o no pasar por arcos de seguridad-, y unos días de analgésicos, antipiréticos, reposo y precaución en los movimientos hasta que, ya en visita ambulatoria a mi centro de salud y transcurridos diez días desde la intervención, la enfermera proceda a desprender las nueve grapas que han sellado la incisión bajo la que ya habita el nuevo motor material de mi vida.
Ciencia nada simple: ‘Siete’
A ese motor mis peques y yo le hemos bautizado, como no podía ser de otro modo, con el nombre de “Siete”-, y es un marcapasos bicameral de una compañía farmacéutica que desarrolla tecnologías innovadoras para, como otras del sector con otros cientos de miles de trabajadores, ayudar a millones de personas como yo a vivir a nuestro propio ritmo. En concreto, “Siete” y los dos electrodos auricular y ventricular que lo acompañan llevan mi LPM a un mínimo de 60, y me han convertido en una de los más de 40.000 españoles que en 2022 fuimos sometidos a un implante de marcapasos.
Para alguien de letras como yo, los miles siempre han resultado mareantes, pero en esos primeros días de parar, de relajar, de pensar, de aclimatación a mi nuevo ritmo, esas cifras no cesan de dar vueltas en mi cabeza para, quizá también un poco influenciada por todo lo vivido con la pandemia sanitaria, impactarme de lleno en el corazón. Y es que la realidad es que miles de investigadores científicos y científicas, de médicos y médicas, de cirujanos y cirujanas, de enfermeros y enfermeras están, con su entrega, su pasión y su trabajo 24/7, detrás de este pequeño aparato de 46x50x6 milímetros y 20 gramos de peso, que puede ser monitorizado en remoto y que, con sus apenas 10 centímetros cúbicos bajo mi clavícula izquierda va a aliviar a mi corazón y a ayudarme a vivir a un ritmo normal al menos durante los próximos diez años. Pura ciencia ficción, todo ello, que, de repente, impacta en tu vida para tornarse real; y eso, sin contar que la ingeniería biomédica ya trabaja en una nueva revolución: la de los dispositivos implantables sin pilas, accionados mediante la energía del propio portador.
Han transcurrido ya más de doce meses, un largo año, desde que “Siete” llegó a mi vida. Mi piel sigue adaptándose mientras yo me acostumbro a su presencia bajo ella. No puedo negar que me genera algunas molestias, ni tampoco que despierta incertidumbres el saber mi corazón conectado a dos cables y latiendo al ritmo que le marca un dispositivo creado a base de titanio, litio y yodo con un reloj con cuenta atrás; pero tampoco que cada día me repito a mí misma lo afortunada que soy y que doy gracias por haber nacido en este privilegiado lugar del mundo y por saber un suelo firme bajo mis pies construido por quienes con su trabajo convierten la ciencia ficción en realidad.
Reconstruido mi roto psicológico de aquel 17 de enero de 2022, hoy parece que nada de lo narrado hubiera pasado. Y mi realidad pasa ahora por volver a ascender Peña la Virgen para sentir mi pecho otra vez henchido, pero, esta vez, de una forma única: no sólo por contemplar el majestuoso paisaje que brinda y poder emborracharme del aire puro que lo inunda todo allá arriba, sino por comprobar que “Siete” me lleva en volandas a la inmensidad de su altura, que la fatiga que me ahogaba dos años atrás en el ascenso ha quedado atrás y que, definitivamente, he aprendido a vivir a un nuevo ritmo. También, pasa por acompañar a otros a perder el miedo a este nuevo ritmo.